Soy una ninfa.~


No hacía demasiado que nos conocíamos, quizás un par de meses, pero eso no impedía la buena relación que teníamos. Lo primero que había visto de ella había sido su menudo cuerpo encajado entre las varas de un corsé rojo, sus labios resaltados con el carmín rojo quedaban marcados cada vez que le daba un trago a su cubata, tenía unas manos preciosas, muy estilizadas y con unas curiosas uñas esmaltadas de rojo, no era la primera vez que entraba en aquél bar, pero, nunca la había visto.

Pude ver que su bebida estaba agotándose y llamé al camarero, le conocía de sobras. Le dije que le pusiese un cubata de lo que estuviese tomando ella, pero nada de medio tubo, que se lo pusiese entero, que esta vez pagaba yo, y que para mí, y cambiando mi costumbre de cacique con cola, pusiese lo mismo. Toni me hizo caso, y, cuando sirvió la copa, vi como la chica me miraba extrañada, levanté mi cubata y ella me imitó, creí oportuno acercarme, y saber algo más de ella.<


Ya se sabe que las conversaciones entre copas nunca son como se planean en la cabeza, pero me quedó claro que se llamaba Roxanne y que era de la ciudad, al menos por un tiempo.

Quedamos para la semana siguiente, pues el bar debía cerrar. Decidimos vernos en el mismo bar, a la misma hora que nos habíamos conocido aquél día. Y eso se repitió cada semana hasta que llegó una tarde de sábado en la que las dos, aburridas, decidimos quedar. Por primera vez la invité a mi casa, supuestamente íbamos a ver una película.
Obviamente no escogí una película cualquiera, tenía una idea muy clara. Escogí una película que hacía tiempo tenía pendiente para ver, la temática podía ser demasiado directa, pero, no quería volver a perder el tiempo en una conquista imposible.

Roxanne llegó a mi casa enfundada en un ajustado vestido negro de escote, y unos tacones rojos, parecía toda una domina y eso me encantó. Yo había escogido algo atrevido en mi armario: conjunto interior de encaje, tacones de aguja finos, minifalda y una camisa transparente roja.
Pude notar las mejillas ruborizadas de mi invitada cuando me vio, en realidad por mi cabeza pasaban miles de piropos para decirle, pero fui incapaz de decirle más que un “estás preciosa esta tarde”. La invité a entrar, y la película empezó su reproducción.

Las protagonistas estaban encerradas en una habitación de hotel perdidas en una ciudad desconocida para las dos, y desde el primer instante empezaban una relación sexual intensa.
Imagino que fue la situación en la que nos adentró la película, o quizás las ganas que nos teníamos después de tantas semanas de tonteo, pero en un giro de cabeza encontré a Roxanne sentada entre mis piernas, y mirándome directamente a los labios. Entendí esa señal, y, agarrándome a su nuca, acerqué mis labios casi rozando los suyos, y fue ella quien se abalanzó sobre mí.
Fue un beso apasionado, tanto como los que habíamos visto en la película. Cuando nos separamos, por un instante le pregunté si estaba segura de aquello, y me dijo que nunca lo había estado tanto. Me levanté, puse sus manos en mis caderas y le hice entender que quería que me siguiese, así fue como entramos a mi habitación.

Mi habitación tenía poca luz natural, pues la ventana daba a un pequeño patio de luces, y, a pesar de que a mi no me gustaba, a ella le encantó.
Hice caer su frágil cuerpo sobre los ropajes de mi cama, y me tumbé a su lado sin dejar de besarla ni un solo segundo, mientras notaba como ella colaba sus perfectas manos por dentro de mi camisa. Noté como sus dedos acariciaban mi espalda, mis costados, mi cintura, se desplazaban torpemente por mi piel, así que decidí desabrochar la cremallera trasera de su vestido para así poder notar su piel más cercana a mí.

Perdimos la ropa entre abrazos y besos enloquecidos, tan sólo quedaban nuestras ropas interiores, y nuestras pieles podían acariciarse, creaban chispas de pasión con cada leve roce. Yo, por dentro, ardía en deseos de sentirla más cerca, de notarla aún más.
Desabroché su sujetador con un pequeño movimiento en mi mano derecha, aquella pieza de ropa cayó y pude descubrir aquellos pechos que tanto había imaginado las últimas semanas, los besé, los acaricié, creí poderlos venerar. Ella me imitó y pude notarme libre, libre encima de su piel, tan sólo nos separaba una prenda de la desnudez total.
Pero antes de que eso llegase las caricias siguieron, aunque no por mucho tiempo. Me gustaba jugar, y sabía que a ella también. Me levanté silenciando sus preguntas con un beso, y fui a buscar algo que tenía guardado en uno de mis cajones, dos pares de esposas.

Agarré sus muñecas cada una a una de las barras laterales de mi cama, así impedí que pudiese moverse, tenía algo preparado.
Me coloqué encima de ella, y empecé a besar su frente, besándola hasta llegar a su cuello, un pequeño mordisco en él provocó que toda su piel se erizase, y otro pequeño mordisco en la oreja hizo que un pequeño gemido brotase de su pecho. Sabía que eso le estaba gustando, pero no había acabado ahí.
Entre besos descendí hasta sus pechos, a los que mimé entre pequeños lametones y alguna que otra mordedura pícara, mientras mis manos acariciaban sus muslos, y podía notar como la piel se estremecía, me encantaba notarla así. Me detuve de nuevo para preguntarle si estaba segura, y antes de que contestase pellizqué entre mis dientes su tripa, un segundo gemido me afirmó la pregunta.

Deslizándome por su tripa con la boca llegué a la parte superior de su ropa interior, la cual mordí y, prácticamente, arranqué con la boca de su cuerpo. Volví a besar sus labios, mientras mi mano empezaba a masturbarla lentamente. Entre gemidos me lo pidió, y yo obedecí, pues ellas siempre tienen la razón. Azoté su nalga derecha mientras un insulto se escapaba de mi boca, sus gemidos habían aumentado de tono, y me notaba a mi misma ardiendo de deseo.
Entre azotes, “putas”, “zorras” y mis dedos dentro de su calor, sus gritos empezaban a hacerse notables entre las cuatro paredes de mi pequeña habitación, y entre ellos llegó un orgasmo. Llegó el punto máximo de placer, el pico que indica que había conseguido mi propósito, el hacerla disfrutar.

La tarde murió y en la noche las dos habíamos gritado de placer, habíamos sentido los golpes y nuestras pieles estaban enrojecidas por la pasión que, ocultas entre pintura, se había desenfrenado.
Antes de irse, pasamos por debajo de la ducha, donde, entre lágrimas de agua, mis dientes volvieron a clavarse en su cuello y nuestras manos volvieron a hacernos gemir hasta extasiar nuestro deseo.

Me costó demasiado despedirme de ella aquella tarde, pero sabía que volvería a verla, como siempre, a la hora de siempre, en la mesa de siempre.



Hay ocasiones en las que no debes ilusionar a un pobre ángel desquiciado,
pueden surgir de su cabeza historias como esta.
Espero que te guste.
Natasha.

1 comentario:

  1. Como me ha gustado leer esto. No es fácil encontrar historias como está. En la que las protagonistas son como son y ya está. Y en eso está su belleza.
    Genial.

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