Lunes, 30 enero 2012

El frío punzaba mis huesos como pequeños cristales. Mi piel, usualmente rosada, estaba ahora amoratada, y las venas se me marcaban con más fuerza que de costumbre.

Caminaba en medio de la multitud cuando de golpe sentí que mi cabeza se desvanecía, sin embargo, seguía caminando sin rumbo.
Mi consciencia estaba perdida en mis propios recuerdos.

Recordaba cuando era niña y solía jugar con muñecas, lo hacía en solitario en mi cama. Creaba mis propias historias, les cambiaba las identidades y era feliz. Poco más adelante las muñecas pasaron a ser mujeres reales, de nuevo jugaba con ellas, en la soledad de mi cama. En este caso, era mi identidad la que cambiaba.

Nunca he podido decir ser mujer de una sola amante, por eso dediqué mi adolescencia a coleccionar muñecas en las marcas de mi piel.
Decenas de letras pueden verse escritas con sangre en mis antebrazos, iniciales de amores de una sola noche. Creían ser princesas de un reino que jamás nadie había reinado.

Aún maldigo el momento en que apareció en mi vida una muñeca vestida de princesa y con aires de reina de corazones.
En el mismo instante que apareció supe que aquella no iba a ser una muñeca fácil de controlar, sus sentimientos eran más fuertes que mi propia imaginación.

A pesar de eso, seguían habiendo muñecas a mi alrededor, aunque sólo fuera por diversión. No necesitaba poder jugar con ellas sobre las sábanas frías, la imaginación, ahora ya curtida con los años de juego, me permitía poder hacer los movimientos que desease en sueños.

Algo tan efímero como es dormir me brindaba la oportunidad de, simplemente, amar a cientos de muñecas. Sin cortejo alguno, tan sólo sexo.

Sexo, sexo, sexo. ¡PALABRA PROHIBIDA!


De golpe mi vista volvió a centrarse en mi camino, delante mío cruzaba una chica, tendría mi edad. Mi próxima muñeca.




Sam.

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