El Sol
brillaba en lo más alto del cielo, las playas cristalinas les vestían, dos cuerpos
desnudos que se sonrojaban al roce del viento. Un viento que no tenía nombre, que
su único conocimiento era levantar finos granos de arena y sal que se enredaban
en un fino pelo.
Hubo, sin
que ningún Dios pudiese evitarlo, un silencio lento y suave, y ahí, en ese punto
tan bello, lo gritó a los cuatro vientos. Nunca un te quiero podría
sonar a ángeles, pero ese sí.
Después de
aquello el mundo se paralizó, sólo quedaron dos cuerpos sin Alma, éstas se habían
fugado para formar parte de la eternidad.
Sus lazos
eran más fuertes que cualquier otro vínculo, eran cera y mecha consumiéndose si
no se besaban a cada minuto. Pertenecían, ahora, al mundo de la perfección, habían,
al fin, rozado el Sol con sus manos.
S.
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