Roxanne me esperaba un día más en el bar de siempre, en nuestra mesa. Era nuestra porque, en una de nuestras muchas noches allí, habíamos marcado permanentemente nuestros nombres.
Aquella noche ella estaba espectacular, su menudo cuerpo se entallaba con una camiseta, por así llamar al encaje negro que dejaba entrever la maravilla que era su cuerpo.
Sus piernas estaban cubiertas por unos vaqueros negros y sus inconfundibles New Rock de puntera de hierro.
Cuando llegué, en mi lado de la mesa esperaba una jarra de cerveza, nuestra ambrosía para las noches de insomnio.
La conversación nos llevaba de un tema a otro y, sin darnos cuenta, las horas pasaban casi tan rápido como nuestros riñones procesaban los litros de aquella rubia eterna.
A las cuatro de la mañana el camarero nos invitaba a irnos o a ayudarle a limpiar.
El paseo hasta mi casa era largo y aquella noche habíamos decidido que la pasaríamos en mi piso viendo alguna serie o jugando a algún juego tonto que probablemente nos inventaríamos al momento.
El reloj rozaba las 5 AM cuando al fin llegamos, durante el camino habíamos decidido ver alguna película de aquellas de humor estúpido, necesitábamos reírnos.
Saqué un par de cervezas y un cuenco de palomitas.
De entre nuestra larga lista de películas pendientes sacamos la más tonta que pudimos, una española que hablaba de como un par de amigos lo tenían que dejar de todo para irse a Alemania y labrarse un futuro.
Nosotras siempre habíamos soñado con irnos de nuestra ciudad. ¿Mi destino? Finlandia. El suyo, Londres. A pesar de ello sabíamos que no iba a separarnos la distancia.
La película avanzaba y nosotras ni tan sólo la escuchábamos. Hacía mucho que sus rojos labios danzaban en espiral junto a los míos.
La ropa poco a poco desaparecía y creaba un camino estrecho entre el salón y mi cama.
Allí, en mi propia selva, nos esperaba una noche de pasión. Los protagonistas de la comedia finalizaban su actuación para dejar que sonase una banda sonora muy nuestra. Los primeros acordes del
tango de Roxanne sonaron y noté como a mi amante se le erizaba cada milímetro de la piel, sólo nosotras sabíamos el significado de aquella bendita melodía.
Nuestras pieles se fundían en caricias, besos y uñas clavadas en la garganta. El alcohol se fundió en nuestro cerebro y disfrutamos de una noche como nunca la habíamos pasado.
Artista y musa reflejadas en una misma obra maestra. Los mejores museos del mundo ansiarían tener nuestro fruto del edén.
Juntas éramos dos huracanes unidos, dos volcanes erupcionando a la vez.
Roxanne era el sol para mi Ícaro masoquista que desea quemarse y sentirse vivo.
Cuando desperté por la mañana, mi amante dormía profundamente abrazada a mi.
Su piel era tan suave y calmada que creí ver a un ángel, a pesar de saber que era una loba quien dormía junto a mi.
Sus dientes blanqueando su mirada me confesaron que ella estaba despierta.
Apenas rozó un buenos días por sus cuerdas vocales cuando me dejó allí para irse a la ducha.
Entretanto yo preparaba el desayuno para evitar que la resaca nos atacase con el estómago vacío.
Acababa de servir la mesa cuando ella, semidesnuda con una toalla y su melena mojada, llegó a mi para morder el lóbulo de la oreja y besarme el cuello.
La deseé como nunca tras ese gesto, algo que las dos sabíamos que iba a costar demasiado olvidar.
Nuestros cuerpos imploraban regresar a la cama y vestirnos la una de la otra, pero toda su respuesta fue un adiós.
Rápidamente la tela cubrió su desnudez y, con lágrimas en los ojos supimos que todo había acabado.
Nuestra mesa nunca volvió a tener grabados los nombres de dos amantes que pasaron allí noches eternas, mi casa nunca más bailó tangos nocturnos ni mi piel volvió a acariciar a una loba.
PS: Disculpa que hayan pasado tantos meses hasta hoy.
A ti,
por esas mentiras que,
de haber sido,
habrían podido ser aún mejores.
Sam.